Subía cada escalón como
bocados da un famélico, agarrando con sus pequeñas manos las
descarnadas paredes de piedra de la torre, jadeando sin darse cuenta
y aspirando grandes bocanadas de aire, doblando sus rodillas cada
medio segundo para lanzar un nuevo impulso y dejar atrás otro
peldaño. Y en cada uno de ellos se dejaba algo de ella misma, y en
cada uno de ellos se quitaba un peso de encima, y como más subía
más ligero era su cuerpo y más deprisa se alejaba del suelo. Hasta
que empezó a saltar los escalones de dos en dos, de tres en tres,
hasta que creyó volar, creyó estar llegando al cielo, creyó que ya
nunca volvería a ras del suelo y sus piernas y su corazón la
elevarían hasta el infinito, por unos instantes creyó en Dios y en
el amor, creyó en la vida e incluso en la muerte.
El campanario sin embargo
era finito. Arriba, una enorme campana y dos más pequeñas coronaban
la torre. El aire corría a raudales entre las oberturas
semicirculares del piso superior, y le despeinaba su ya maltrecha
melena al mismo tiempo que secaba el sudor de su frente. Ella, con
las manos cortadas, las mejillas rojizas, y sus piernas temblando
como las hojas de los arboles colindantes al campanario, se apoyó
sobre uno de los ventanucos para recuperar el aliento, a la vez que
observaba hacia abajo.
La calma absoluta reinaba
en su privilegiada posición, y el ruido de la brisa acallaba el
ligero bullicio de toda la actividad inferior. Comprendió entonces la
necesidad de su huida hacia lo alto. Contempló toda esa pequeñez a
sus pies, las diminutas personas moviéndose en todas direcciones sin
aparente criterio, con sus cabecitas y sus preocupaciones dentro de
ellas. Pensó que apenas diez minutos antes ella pertenecía a ese
mundo caótico y superficial, su mundo al fin y al cabo, e incluso
quedó sorprendida del apego que sentía hacia él.
Decidió esperar allí
hasta que el primer estruendo de campana le estropeara el estado de
relajación al que había llegado, aunque pasadas las horas ese
sonido nunca llegó. Al anochecer, justo después de que el sol se
despidiera entre las colinas, cerró el puño derecho y golpeó lo
más fuerte que pudo a la campana más grande. Después empezó a
bajar los escalones de la torre muy despacito, cargando sobre sus
espaldas algunos de los lastres que había soltado durante la subida.
Otros sin embargo se quedaron para siempre en alguna parte de las
pedregosas e irregulares escalinatas del campanario.
Dedicado a todas las almendritas y a una en particular.
Dedicado a todas las almendritas y a una en particular.
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