dissabte, 25 de juny del 2016

Cançó del dubte (Manel)



Una veu li preguntava «què seràs quan siguis gran?»
La meva amiga callava i somreia cap avall.
Qui tornés a aquella tarda a prendre foc
i aturar-la just a punt de dubtar per primer cop!

Quan el pare preguntava «quina feina trobaràs?
La meva amiga, rabiosa, intentava no plorar
i el cervell jove repassava les opcions
i tenia els ulls cansats de mirar en tots els racons
però, en mirar-lo, el camí no diu si vas a la glòria o al fracàs.

I sortíem a les nits,
«va, demà ho farem millor»,
mentre el dubte ens observava.
I sentíem créixer dins
gairebé una decisió
però era el dubte que jugava
amb tot allò que era bo
amb tot allò que era bo.

Si un bon noi li preguntava què collons volia que fes.
La meva amiga dubtava i s'arrambava contra ell
i s'adormia prometent-se que demà
sabria estar contenta al seu costat.
Desgraciats si sabeu el gust que fa els
petons que fem dubtant!

T'has quedat mirant un prat
esperant que neixin flors
mentre el dubte les matava.
T'has quedat tota la nit
observant com dorm un cos,
mentre el dubte reclamava
tot allò que era bo
tot allò que era bo.

Ha passat a mig matí,
m'ha tocat amb unes mans
plenes d'ungles despintades.
No tenia gaire temps,
però passava pel veïnat
i em volia dir que ara
ho té molt clar.
La meva amiga diu que ho té molt clar!

divendres, 10 de juny del 2016

Los caracoles

Era el día de Sant Jordi , yo calculo que a finales de los noventa, uno de esos Sant Jordi soleados a rabiar, luminosos, donde las rosas lucen un rojo apasionado, descarado, y las senyeras le quitan el protagonismo al habitual tono grisáceo de la ciudad.
Yo era entonces un veinteañero un tanto despistado, contemplativo, sin objetivos muy claros en la vida, y con una imperiosa necesidad de entender el mundo. Había quedado con mi padre para comer caracoles en un conocido restaurante del paseo Sant Joan. No sé muy bien de dónde vino esa idea de menú, no recuerdo haber hablado nunca de caracoles con mi padre ni antes ni después de ese día, ni pienso que fuera algo mínimamente atractivo para él, así que supongo fue una concesión a mi favor y un regalo.
Obviamente yo acudí a la cita con ilusión, charlar con mi padre siempre resultaba entretenido dada su facilidad para desarrollar temas más o menos trascendentes, sazonados con toques de su ingenioso humor, medio sarcástico medio payasil, y no eran tantas las ocasiones a lo largo del año en las que teníamos ocasión de coincidir.
Sin embargo no podía evitar poseer un sentimiento dentro de mí de vacío y soledad. Pasar la tarde con mi padre no me parecía en esa época algo apropiado para un joven de mi edad en esa fecha tan señalada. Esa sensación se iba acrecentando de camino al restaurante, viendo las parejas de enamorados cogidos de la mano paseando como si se hubiera detenido el tiempo, o las muchachas andando con paso decidido luciendo los primeros escotes de la temporada, o simplemente ese ambiente cargante de amor juvenil que no todos llevábamos a nuestras espaldas.
Una vez allí todo discurrió como de costumbre durante un encuentro con mi padre, charlas con más o menos discursos filosóficos de su parte, ciertos comentarios francamente desternillantes, algunas anécdotas de su pasado o presente narradas con mucho estilo, y puede que resolviera algún juego de ajedrez en el periódico y me lo describiera con entusiasmo (pese a conocer perfectamente mi poco interés al respecto).
No recuerdo cuantos caracoles me zampé, ni si mi padre se tomó alguno (probablemente no más de tres), sí recuerdo en cambio el ambiente relajado y la percepción de que ese era un momento especial. La sobremesa se alargó ampliamente, ese era el plato favorito de mi padre, y en esos tiempos solía tomar un te con leche y fumarse un puro mientras desarrollaba la parte más aparatosa de su discurso.
Pasaron muchos años sin volver a visitar esa zona de la ciudad, lejos de mis quehaceres habituales y mis contactos, hasta que el destino quiso que sea en la actualidad un paso recurrente de camino a mis obligaciones. Siempre me acuerdo de ese día cuando veo el restaurante, especialmente en la diada de Sant Jordi, y tengo esa misma sensación de vacío y soledad que tuve entonces, aunque sin duda por motivos muy distintos a los de antaño. Ahora sigo siendo un hombre un tanto despistado, contemplativo, sin objetivos muy claros en la vida y con una imperiosa necesidad de entender el mundo. Lo que sí entendí sobradamente es que si mi padre ese día me invitó a comer caracoles fue para que algún día yo me acordara de él como me acuerdo ahora.

Dedicado a Dante Roggia

dilluns, 28 de març del 2016

El cuento de la princesa Kaguya (Isao Takahata, 2013)

Veinticinco años después de su obra maestra “La Tumba de las Luciérnagas”, Isao Takahata, ya un venerable octogenario, lo ha vuelto a hacer. Ha creado una obra intemporal sobre la vida y la muerte, una maravillosa película de animación, de una animación exquisita, simple y sensible, artesana, sin efectismos, una animación que va calando al espectador desde el primer minuto, desde esa luminosa rama de bambú que se abre para presenciar el milagro del nacimiento.
El cuento de la princesa Kaguya narra las vicisitudes de una princesa desde su más tierna infancia hasta su regreso al mundo de donde proviene. La historia se divide en dos partes bien diferenciadas. La primera abarca la etapa infantil de la protagonista, en la cual priman la vida dentro del núcleo familiar y las relaciones con los aldeanos, siempre en un entorno de humildad y cercano contacto con la naturaleza, una naturaleza que se nos muestra viva, radiante, luminosa.
En la segunda parte la niña deberá asumir su condición de princesa y trasladarse a la ciudad, abandonando así sus amigos, su amada naturaleza y su infancia. El anhelo de esa infancia, de ese íntimo contacto con lo que le rodea, perdido por los protocolos y tradiciones impuestas debido a su nuevo estilo de vida, marcan esta etapa, así como todo lo que supone la adultez, las responsabilidades, las tomas de decisiones, las injusticias. Esto es algo exportable a cualquier contexto y condición a lo largo de la historia, lo que pienso hace de esta película una obra intemporal pese a tratarse de un cuento del siglo X sobre una princesa (El cuento del cortador de bambú). Lo mismo pasa en su final, marcado por el sentimiento de no haber podido concluir en la tierra muchas cosas pendientes, de no haber amado mucho más, y sobre todo del dolor que significa la despedida de los seres queridos.
Con una delicadeza y sensibilidad absolutas, tanto por el reflejo de los sentimientos de los personajes en el trazo, tanto por la como siempre espléndida banda sonora de Joe Hisaishi, El cuento de la princesa Kaguya le sirve de pretexto a Takahata para hablarnos de lo que supone vivir en este mundo. Una película adulta y para adultos, una obra de arte a la altura de las más grandes directores del séptimo arte, que lastimosamente les quedará grande a los que busquen entretenerse con dibujos animados que divierten con piruetas en tres dimensiones, y pasará por lo tanto inadvertida a gran parte del público.