Era el día
de Sant Jordi , yo calculo que a finales de los noventa, uno de esos
Sant Jordi soleados a rabiar, luminosos, donde las rosas lucen un
rojo apasionado, descarado, y las senyeras le quitan el protagonismo
al habitual tono grisáceo de la ciudad.
Yo era
entonces un veinteañero un tanto despistado, contemplativo, sin
objetivos muy claros en la vida, y con una imperiosa necesidad de
entender el mundo. Había quedado con mi padre para comer caracoles
en un conocido restaurante del paseo Sant Joan. No sé muy bien de
dónde vino esa idea de menú, no recuerdo haber hablado nunca de
caracoles con mi padre ni antes ni después de ese día, ni pienso
que fuera algo mínimamente atractivo para él, así que supongo fue
una concesión a mi favor y un regalo.
Obviamente
yo acudí a la cita con ilusión, charlar con mi padre siempre
resultaba entretenido dada su facilidad para desarrollar temas más o
menos trascendentes, sazonados con toques de su ingenioso humor,
medio sarcástico medio payasil, y no eran tantas las ocasiones a lo
largo del año en las que teníamos ocasión de coincidir.
Sin embargo
no podía evitar poseer un sentimiento dentro de mí de vacío y
soledad. Pasar la tarde con mi padre no me parecía en esa época
algo apropiado para un joven de mi edad en esa fecha tan señalada.
Esa sensación se iba acrecentando de camino al restaurante, viendo
las parejas de enamorados cogidos de la mano paseando como si se
hubiera detenido el tiempo, o las muchachas andando con paso decidido
luciendo los primeros escotes de la temporada, o simplemente ese
ambiente cargante de amor juvenil que no todos llevábamos a nuestras
espaldas.
Una vez allí
todo discurrió como de costumbre durante un encuentro con mi padre,
charlas con más o menos discursos filosóficos de su parte, ciertos
comentarios francamente desternillantes, algunas anécdotas de su
pasado o presente narradas con mucho estilo, y puede que resolviera
algún juego de ajedrez en el periódico y me lo describiera con
entusiasmo (pese a conocer perfectamente mi poco interés al
respecto).
No recuerdo
cuantos caracoles me zampé, ni si mi padre se tomó alguno
(probablemente no más de tres), sí recuerdo en cambio el ambiente
relajado y la percepción de que ese era un momento especial. La
sobremesa se alargó ampliamente, ese era el plato favorito de mi
padre, y en esos tiempos solía tomar un te con leche y fumarse un
puro mientras desarrollaba la parte más aparatosa de su discurso.
Pasaron
muchos años sin volver a visitar esa zona de la ciudad, lejos de mis
quehaceres habituales y mis contactos, hasta que el destino quiso que
sea en la actualidad un paso recurrente de camino a mis obligaciones.
Siempre me acuerdo de ese día cuando veo el restaurante,
especialmente en la diada de Sant Jordi, y tengo esa misma sensación
de vacío y soledad que tuve entonces, aunque sin duda por motivos
muy distintos a los de antaño. Ahora sigo siendo un hombre un tanto
despistado, contemplativo, sin objetivos muy claros en la vida y con
una imperiosa necesidad de entender el mundo. Lo que sí entendí
sobradamente es que si mi padre ese día me invitó a comer caracoles
fue para que algún día yo me acordara de él como me acuerdo ahora.
Dedicado a
Dante Roggia
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