Veinticinco años después
de su obra maestra “La Tumba de las Luciérnagas”, Isao Takahata,
ya un venerable octogenario, lo ha vuelto a hacer. Ha creado una obra
intemporal sobre la vida y la muerte, una maravillosa película de
animación, de una animación exquisita, simple y sensible, artesana,
sin efectismos, una animación que va calando al espectador desde el
primer minuto, desde esa luminosa rama de bambú que se abre para
presenciar el milagro del nacimiento.
El cuento de la princesa
Kaguya narra las vicisitudes de una princesa desde su más tierna
infancia hasta su regreso al mundo de donde proviene. La historia se
divide en dos partes bien diferenciadas. La primera abarca la etapa
infantil de la protagonista, en la cual priman la vida dentro del
núcleo familiar y las relaciones con los aldeanos, siempre en un
entorno de humildad y cercano contacto con la naturaleza, una
naturaleza que se nos muestra viva, radiante, luminosa.
En la segunda parte la
niña deberá asumir su condición de princesa y trasladarse a la
ciudad, abandonando así sus amigos, su amada naturaleza y su
infancia. El anhelo de esa infancia, de ese íntimo contacto con lo
que le rodea, perdido por los protocolos y tradiciones impuestas
debido a su nuevo estilo de vida, marcan esta etapa, así como todo
lo que supone la adultez, las responsabilidades, las tomas de
decisiones, las injusticias. Esto es algo exportable a cualquier
contexto y condición a lo largo de la historia, lo que pienso hace
de esta película una obra intemporal pese a tratarse de un cuento
del siglo X sobre una princesa (El cuento del cortador de bambú). Lo
mismo pasa en su final, marcado por el sentimiento de no haber podido
concluir en la tierra muchas cosas pendientes, de no haber amado
mucho más, y sobre todo del dolor que significa la despedida de los
seres queridos.
Con una delicadeza y
sensibilidad absolutas, tanto por el reflejo de los sentimientos de
los personajes en el trazo, tanto por la como siempre espléndida
banda sonora de Joe Hisaishi, El cuento de la princesa Kaguya le
sirve de pretexto a Takahata para hablarnos de lo que supone vivir en
este mundo. Una película adulta y para adultos, una obra de arte a
la altura de las más grandes directores del séptimo arte, que
lastimosamente les quedará grande a los que busquen entretenerse con
dibujos animados que divierten con piruetas en tres dimensiones, y
pasará por lo tanto inadvertida a gran parte del público.
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