Entre brumas me encontraba, aturdido, confuso, poco a poco empecé a vislumbrar mi alrededor. Estaba claro que era verano, primavera tardía a lo sumo, me encontraba en una terraza, junto a una zona ajardinada, con amplias áreas de césped, flores en los bordes y pájaros chispeando. Iba vestido de época, finales del ochocientos quizás, o principios de siglo veinte, no sabría decir. La luz del sol hacía brillar los vestidos claros de las mujeres sentadas en las mesas, que sostenían delicadamente sus tacitas de porcelana blanca. Ella estaba allí, conversando conmigo, y con él, una vez más. El usurpador, el intruso, el ladrón de sueños, el que salvó a esa rubia de los salvajes en la selva mientras a mí me cocían a fuego lento, el que en el último minuto marcó el gol de la victoria en la gran final, el que encontró el tesoro gracias al mapa que yo había trazado, el que recita mis versos, cuenta mis chistes y se gasta mi dinero de pega.
El tipo hablaba con soltura, de su boca emanaban ingeniosas frases y jocosos comentarios que hacían las delicias de los presentes. Ella se reía, coqueteando, con complicidad en la mirada hacia él. No era más que un sueño, pero era mi sueño, mi fantasía, yo era el director, guionista y productor, pero él se llevaba el protagonismo y a la chica. Intolerable. Decidí poner fin a aquella pesadilla utilizando mis viejas y astutas artimañas. Grité y golpeé con rabia el suelo con mis lujosos mocasines antiguos, pero de nada sirvió excepto para provocar una descarada mofa por parte de damas y caballeros presentes. Poseído por la ira, me abalancé sobre él, mis manos rodearon su cuello y apreté y apreté. Como más fuerza hacía más se emborronaba su imagen, y más difusos se percibían los sonidos de escándalo y excitación a mi alrededor. Hasta que llegó un instante en el que todo se desmoronó a mi alrededor y se hizo el silencio.
Me levanté de la cama sudado y turbado, me costaba respirar, me temblaban las piernas. Fui al baño, comprobé con sosiego que mis pertenencias del siglo veintiuno estaban ahí presentes, el dentífrico, la maquinilla de afeitar, las bombillas helicoidales de bajo consumo, pero tras lavarme la cara y mirarme al espejo pude apreciar marcas rojizas alrededor de mi cuello.
Desde entonces intento no usar la violencia cuando me encuentro con él, al contrario, le observo, aprendo sus trucos, trato de obtener la clave de su éxito. Sé que quizás sea una imagen de mi mismo, que por alguna razón solamente se manifiesta en ese estado. Conocerlo mejor me aterra a veces, aunque raramente me sorprende, a menudo siento una entrañable compenetración con él, y en el fondo me considero afortunado de haberle conocido.
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